Soy Sofía y formo parte de una familia unida, con unos padres que podríamos definir como ‘padres modelo’. Siempre he sido una niña ‘buena’, obediente, estudiosa, responsable y nunca he dado problemas en el colegio. Ahora tengo más de 25 y con dos licenciaturas terminadas.
Quiero ser original y empezar contando el final de la historia, porque sí, porque es un final feliz, y porque a pesar de que el proceso no sea fácil, vale la pena lucharlo. Después de un gran sufrimiento, conseguí vencer una anorexia, con mucha voluntad y gracias al apoyo incondicional de los que me quieren.
Es una situación que nunca deseas pero si te encuentras en ella no abandones, lúchalo. Pocas experiencias te harán crecer tanto como persona y descubrir cuan afortunada eres por tener una familia y amigos como los tuyos.
No sabría deciros cuando empezó todo. En mi caso no hubo un detonante claro. Es cierto que estaba gordita pero salvo días puntuales no me afectaba en mi día a día. Eran días puntuales, recuerdo ir de compras con mi madre y terminarlas antes de lo previsto, llorando, por no encontrar pantalones de moda que me quedaran bien. En alguna otra ocasión, por ejemplo, escuchar comentarios de algún familiar sobre si me convendría o no tomar el pastel de crema que estaba previsto para el postre. En aquel entonces era más jovencita y rápidamente se me olvidan estos asuntos, además mi madre siempre encontraba el pantalón fashion que más me favorecía.
La pediatra les dijo a mis padres que controlaran un poco mi alimentación y que no le dieran más importancia, pasado el estirón, volvería a tener un peso “normal” y así fue, llegué a un peso saludable. Fue entonces cuando empecé con mis fijaciones, a darle vueltas al coco, eran muy sutiles pero allí estaban. Me sentía cómoda con mi nuevo cuerpo y comencé a experimentar miedo a engordar aunque sin ser realmente consciente de ello.
El tiempo transcurría, el primer verano universitario, recuerdo estar más preocupada por mi cuerpo. Con mis amigas, en la playa, me puse a dieta. Durante las prácticas cogí la manía de pesarme constantemente. Lentamente las manías se iban apoderando de mí, nunca era suficiente, ganaban terreno en mi subconsciente y empecé a hacer más deporte y a vigilar más lo que comía, todo por ese miedo a engordar.
Mi mente estaba sin control, era un torbellino de pensamientos intrusivos sobre el peso. Mi cabeza no descansaba, siempre pensado en la comida y el deporte. Cuando conseguía evitar platos de comida, me sentía fuerte. Resistía horas de ejercicio intenso, nada me frenaba, cada vez necesitaba más. Tenía varios truquillos y me las ingeniaba para evitar “excesos”. Cuando sobrepasaba mis límites, que por cierto, cada vez eran más estrechos, la necesidad de hacer ejercicio se apoderaba de mí, era algo extremo, muy fuerte.
Por un lado te sientes capaz de todo, tienes una voluntad que se va fortaleciendo cada vez más y se convierte en una droga. Fabricas algo, como endorfinas y aguantas el ejercicio que te echen. Pero por otro lado dejas de disfrutar de los planes con tus amigos, estás más pendiente de no probar las patatas fritas o el brownie que de reírte de los chistes que cuentan. Pero como finalmente has conseguido no caer en la tentación te vas a casa porque sientes que tienes el control. Cuando dominas estás contenta pero cuando no has podido evitar algo estás irritable, arisca, con una sensación extraña.
Era una sensación contradictoria. Me sentía en un bucle, era un laberinto sin salida. Sabía que algo no iba bien. Mis manías, mis pensamientos no me dejaban vivir, era una esclavitud. Mi mente estaba perturbada, me sentía confundida, agotada. Cada vez sufría más.
Mi familia me llevó a la doctora especialista en temas alimentarios. A pesar de mi resistencia, al final acepté. Tomé las riendas de la situación. Gracias a la ayuda de todos estoy viva y me siento muy feliz.
¡Gracias Doctora!